Amandine, barraques '05
Había pasado todo el día ordenando su habitación. Era un ejercicio que le gustaba; le relajaba la mente, la distraía, le redescubría antiguos secretos y, cuando terminaba, le hacia sentirse limpia. Era de aquellas personas que conservaba multitud de cosas que, en algún momento, habían atraído su atención: flyers de diseños enigmáticos, recortes de noticias turbadoras, libros de temáticas diversas, minirelatos ajenos y propios... Casi nunca usaba para nada todo lo que iba recopilando hasta el día en que lo volvía a encontrar y recordaba los intereses del pasado. Ese día encontró Amèlie, nombre con el que habían bautizado un conjunto de escritos ella y una amiga que pasó fugazmente por su vida, Amandine era su nombre de guerra.
No había demasiados textos; de hecho, ni siquiera tenía cierre. Su amiga terminaba incitándola a responder, a mantener el contacto. Le recordaba que vivir era agotador, que tenía tantas y tantas cosas que contarle. La llamaba Mon petite madomoiselle. Sin embargo, tal como la propia Amandine le enseño en su Alegoría de las lunas, cada persona es un mundo para si mismo y un satélite para los demás, satélites que se aproximan y alejan. Pronto sus caminos se separaron, quizá demasiado pronto para Mon petite madmoiselle, que estaba empezando a descubrir un vivir parecido al suyo.
Con el paso de los años, petite madmoiselle se ha contagiado de esta forma de entender las amistades; ha aprendido que cada planeta tiene su órbita y que a veces éstas coinciden y otras, más tristemente, van rotando hasta que se pierden de vista. Así se siente mucho más libre.